TRILOGÍA: MARÍA EN CASA DEL SEÑOR J.


LA BIBLIA



Cuando la dejaron en la mansión del Señor J. no se imaginaba las cosas que iba a vivir con él. Jamás pudo suponer el mundo en el que iba a entrar; un mundo de lujo, viajes y caprichos, lleno de placeres, juegos y fantasías hechas realidad, pero también de perversión, depravación y decadencia. En resumen, un mundo de conocimiento y aprendizaje que María no olvidaría nunca.

La tarde que se encontró delante de la puerta de entrada llevaba sólo una pequeña maleta. Su Amo había guardado lo que consideraba “indispensable” para su formación, ella ni siquiera sabía lo que había dentro, él le dijo que el Señor J. le proporcionaría lo demás y se encargaría de su manutención y de su adiestramiento. Llegó con ilusión pero con miedo a la vez, con la incertidumbre clavada en su alma y la serenidad como único consejo de su Amo.

Le abrió la puerta una muchacha desnuda, con unos grilletes en los pies que hacían sus pasos cortitos, María abrió los ojos de par en par, asustada ante lo que veía. Ella le animó a pasar, esa fue la última vez en que vería a su Amo en varios años, aunque ella ni se lo imaginaba en ese momento. Se volvió, buscando una última palabra, un último beso, él se limitó a sonreír y a hacerle un gesto con la mano para que entrase en la casa. La puerta se cerró tras de ella con un fuerte ruido, que se multiplicó por mil en su cabeza, la chica le cogió la mano y la condujo por la mansión.

Llegaron a un dormitorio, grande, bonito y opulentamente decorado, pero oscuro, con las cortinas cerradas y la luz apagada. Como única fuente de iluminación había una gran chimenea de piedra en un lateral de la habitación, con una gran cantidad de leña apilada a su lado y un fuego bien alimentado en su interior. Sus caras parecían desfiguradas a la luz de aquellas llamas tremulosas. La muchacha la besó en los labios y le dijo muy flojito: -bienvenida-. Tras esto la dejó sola en la estancia, con su maletita a los pies y con sus miles de dudas en la cabeza. Se sentó en el filo de la cama y esperó.



La chica no tardó mucho en volver, acompañada de otra más morena, mulata, bellísima como nunca antes había visto María a ninguna mujer, también con los grilletes en los tobillos. Ambas la condujeron a un baño y allí la estuvieron acicalando. Tras quitarle las ropas, le cortaron su largo cabello hasta dejarle una melena sobre los hombros, eliminando todo el pelo muerto. Le ayudaron con el baño, la maquillaron, perfumaron y le colocaron unos grilletes como los de ellas. –Ahora serás como nosotras, tranquila, serás feliz- le dijo la mulata.

-Yo me llamo María, ¿cómo os llamáis vosotras?- dijo sin saber si debía hablar. –No tenemos nombres. Pierdes tu nombre al entrar aquí. De hecho te aconsejo que no lo vuelvas a repetir nunca más si no quieres que te azoten- contestó la mulata.

–Comprendo- respondió María y no lo volvió a nombrar en el tiempo que duró su estancia.

Tras la hora del baño se condujeron al comedor, las chicas la colocaron delante de una de las sillas y le indicaron que se quedase allí. Ellas se colocaron delante de otras y las tres esperaron sin hablar a que el Señor se reuniera con ellas. Después de unos minutos se abrió la puerta de dos hojas y apareció el Señor J. María sintió su corazón dar un vuelco, era un hombre realmente atractivo, alto, de complexión media, con un cuerpo moldeado, moreno de piel, con el pelo y los ojos negros, con unas facciones perfectas, marcadas, muy masculinas y suaves a la vez. Tenía una mirada cautivadora, unos labios tentadores y unas manos poderosas, con unos gestos firmes. Parecía muy seguro de si mismo, estaba claro que era el Amo y Señor del lugar y que como tal ejercía, haciendo indicaciones con los dedos que las chicas seguían diligentes.

-Observa como me sirven porque a partir de mañana lo harás tú- le dijo sin más palabras de por medio. Ella asintió con la cabeza.-¿No sabes hablar? ¿No tienes lengua?- continuó.

–Si, claro, mi Amo me dijo que le obedeciera y…-comenzó a darle explicaciones.

-¡Calla!, no quiero explicaciones si no te las pido. Limítate a contestar con un Si Señor J. o un No Señor J. ¿tú Amo no te enseñó nada? Me dijo que necesitabas adiestramiento pero no pensé que hasta ese punto.-

-Lo siento. No volverá a ocurrir, yo no…- volvió a intentar hablar.

-¡Calla!, ¿Pero es que no entiendes lo que te acabo de decir?- le interrumpió de nuevo. Se acercó hasta ella, se colocó por detrás, la cogió de las manos y se las llevó hasta la parte superior de la silla, empujándola lentamente de los hombros hacia delante, dejando sus nalgas totalmente desprotegidas. Se quitó el cinturón y comenzó a pegarle con él. Cada golpe que le dio fue ganando en fuerza e intensidad. María asustada, se había quedado petrificada y recibió todo los latigazos casi sin mover el cuerpo, pero en su cara se reflejaba el dolor que estaba sintiendo.

Mientras duró el castigo las compañeras miraron para otro lado, intentando reprimirse la tristeza y permanecer impasibles. Cuando él consideró que era suficiente se colocó el cinturón y le preguntó: -¿Lo has entendido?

-Si, Señor J.- contestó María sin apenas un hilo de voz.

-Muy bien.- Se dirigió a la silla que presidía la mesa y se sentó. –Puedes sentarte-

Ella se incorporó y con la mano temblorosa movió la silla para poder sentarse. No imaginaba el dolor que iba a sentir en las nalgas al intentar hacerlo. Sus glúteos se contrajeron al contacto con el asiento, pero mordiéndose los labios hizo el esfuerzo por relajarlos y dejarlos posados. Tenía miedo de lo que pudiera pasarle si desobedecía. Se dijo a si misma que iba a tener que estar realmente espabilada si quería sobrevivir allí.

La muchacha mulata puso música en un viejo tocadiscos; La Valquiria, de Wagner. No se oyó otro ruido durante toda la comida. Nadie habló. Apenas comió, se limitó a observar a la chica mulata, que era la que parecía servir esa noche. Apuntó en su cabeza el orden en que fue sirviendo los platos y los distintos utensilios al Señor J., la próxima vez tendría que acordarse y hacerlo del mejor modo posible. Él la observó mirar a la muchacha, no le dijo nada.

Tras la cena pasaron la velada en la biblioteca, las tres mujeres a los pies del Señor J., sentado en un confortable sillón de cuero marrón, ellas en unos cojines sobre la alfombra de pelo largo. La chica que le abrió la puerta leía para todos en voz alta Wilt. Un fuego tan fuerte como el del dormitorio ardía en la estancia y el Señor J. pasaba la mano por el pelo de alguna de ellas de cuando en cuando, acariciándoselos. Reían los cuatro juntos y escuchaban atentos.



Cuando él lo vio oportuno hizo una seña a la mulatita para que le acercara a María, la puso entres sus piernas, se desabrochó la bragueta y sacó su miembro. Una polla perfecta de forma, preciosa, totalmente erecta e hinchada se presentó ante sus ojos. Él la miró a la cara y luego hacia abajo, indicándole lo que tenía que hacer. No hizo falta palabras, María comenzó a chupársela. La otra chica seguía leyendo impasible. Él se relajó en el sillón, disfrutando del momento.

Lo hacía realmente bien, despacito al principio, lamiéndole lentamente con la lengua fuera de la boca, totalmente tiesa y recorriéndole toda la polla de arriba abajo. Paró y le sopló alternando una y otra vez aire frío y aliento caliente sobre la piel mojada previamente con su saliva. Volvió a lamer, relajando su lengua y disfrutando de su miembro como si de un dulce se tratase. Sus lametazos se intensificaron cuando se centró en la cabeza, rozándola ahora con sus labios. Cogió los testículos con la mano, sin apretarlos, acariciándolos y con la otra le sujetó el miembro, llevándoselo a la boca. Apretó los labios y comenzó a succionar, al tiempo que subía y bajaba la cabeza, manteniendo el ritmo y cada vez intensificando más la presión sobre la polla.

Unos segundos antes de llegar al orgasmo el Señor J. le apretó la cabeza contra su pelvis, con las dos manos, clavándole la polla hasta el fondo de la garganta y la cara contra si, de modo que la nariz le quedó tapada y la boca totalmente llena. María creyó morir, no podía respirar y él no le dejaba moverse de allí, la tenía totalmente sujeta. Aguantó como pudo, notando el calor del semen chorreándole por dentro de la boca garganta abajo. Al tiempo una fuerte sacudida de su cuerpo y un gemido intenso le indicaron que estaba acabando. Él se relajó y la dejó sacar la polla de la boca y respirar. Las otras chicas acudieron a besar y acariciar a su Señor, mientras María, a sus pies se recuperaba de aquel momento.

Él la miró y le sonrió; -Gracias, preciosa- le dijo. Su sonrisa era realmente embrujadora. Se le quitó la seriedad del rostro y se dejó besar por él. Se levantaron de allí los cuatro y se dirigieron al dormitorio donde habían estado antes. Él le hizo una señal de que abriera la maleta. Dentro solo una Biblia y un sobre con una nota dirigido al Señor J., ella se lo pasó y él lo abrió y leyó en voz alta:



“Leerá cada noche una página, antes de irse a la cama. Cuando acabe de leerla habrá acabado su instrucción.”



María se sentó junto a la chimenea con las piernas cruzadas sobre la alfombra y con la sola luz del fuego leyó su primera página. Mientras las muchachas y el Señor se besaban apasionadamente en la gran cama que centraba la estancia. Cuando acabó se acercó junto a ellos, ellas se apartaron riendo y él la tomó entre sus brazos. Estuvieron haciendo el amor hasta el amanecer, cayendo rendidos, las otras chicas dormían al lado de ellos. Esa fue su primera noche en casa del Señor J., la primera de muchas.



Los días eran tranquilos allí, durante la semana el Señor salía a sus quehaceres y las tres mujeres se entretenían arreglándose, leyendo, jugando a algún juego de mesa o en el jardín si el tiempo lo permitía. A media tarde comenzaban a preparase para la llegada del Señor, se desnudaban y lo dejaban todo listo para su servicio, pero los grilletes no se los quitaban en todo el día. Él se encargaba de que no les faltase de nada que pudieran necesitar y era una alegría ver los recibimientos que le hacían a su vuelta de la calle. Las veladas se complicaban más; el Señor tenía unas normas muy estrictas sobre el comportamiento de las sumisas, sobre cuándo y qué debían decir y sobre los rituales que debían llevar a cabo para su servicio. Cualquier falta suponía un castigo físico importante. María lo sabía bien, se llevó unos cuantos las primeras semanas, pero pronto aprendió las normas de la casa y cada vez fueron menos necesarios.

Las noches las pasaban los cuatro practicando sexo una y otra vez, la necesidad del Señor parecía no tener fin e igualmente se ocupaba de que ellas estuvieran siempre satisfechas. Los fines de semana les elegía la ropa que debían ponerse, trajes muy elegantes y caros, que María no había soñado en su vida tener, les quitaba los grilletes y las llevaba a la ciudad. Hacían compras, iban al cine o a cenar y luego las llevaba a bailar, siempre a sitios muy exclusivos, con gente importante. El tiempo transcurría rápido y ella era cada vez más feliz. Cada noche leía una página de su Biblia.



Una mañana al despertar, la chica mulata le llevó unas ropas muy bonitas para que se las pusiera. -¿a dónde vamos? Hoy es jueves, ¿vamos a salir?- le preguntó.

-Sales tú, el Señor vendrá ahora a recogerte, tiene que ir a Japón a unos negocios y te lleva con él. Seguramente te llevará a Shoin Momiji, en Kyushu- le constestó la mulatita.

-¿Qué es eso?- María estaba alucinando ante la perspectiva de hacer un viaje a Japón, jamás se le abría pasado por la cabeza.

-Shoin Momiji, la Casa de las Hojas Rojas, en Kyushu, una isla japonesa. Es la vivienda del Señor Gaju, muy amigo del Señor J. Te lo pasarás bien allí, vas a aprender mucho. Él es nawashi.-

-No entiendo nada, pero bueno.- María se vistió diligente, esperó a que el Señor J. la recogiera y juntos se dirigieron al aeropuerto.



La tarde en Japón era fría, era otoño y la ciudad era un hervidero de personas yendo de un lugar para otro. María lo observaba todo, atenta desde su asiento del taxi que les llevaba del aeropuerto al hotel. El Señor J. no paraba de hablar en inglés por el teléfono, enfadado a ratos, tranquilo en otros momentos. Ya en el hotel se ducharon, él le dio un kimono y un obi preciosos, de seda negra y dibujos en rojo y oro, para que se los pusiera, una camarera del hotel subió a ayudarla. Fueron a cenar, después a ver kabuki y regresaron al hotel. Por la mañana estuvo sola, aburrida en la habitación, porque el Señor tenía cosas que hacer. La recogió por la tarde y la subió de nuevo a un taxi.

Cogieron una autovía principal llena de vehículos, que abandonaron pronto para adentrarse por carreteras y caminos secundarios. A medida que se acercaban por uno de chinos blancos pudo ver como Shoin Momiji estaba a los pies de un estanque, bordeado por árboles de color rojizo que le daban su nombre a la casa. La entrada estaba rodeada de un precioso jardín tradicional de arte topiario y en una zona apartada podía verse un hermoso y tranquilo jardín Zen. Fueron recibidos por una mujer mayor muy amable, que se alegró mucho de ver al Señor J. y que les llevó hasta una estancia donde se sentaron en el tatami a esperar. Entonces él le puso a ella una cinta de raso negro en la cabeza, tapándole los ojos y comprobando que no podía ver nada. –Estate tranquila- le dijo –yo estaré contigo en todo momento-.

La mujer mayor volvió y les llevó hasta otra habitación más pequeña y oscura, sin más muebles que sendas sillas, en una esperaba el Señor Gaju. Se levantó, saludó efusivamente al Señor J. y ambos se sentaron a charlar, en un perfecto inglés. María estaba de pie en el centro de la habitación. Entonces se produjo un silencio, el Señor Gaju habló con la mujer mayor, que desvistió a María y después se retiró. Al rato la puerta se abrió y apareció una hermosa chica vestida con un kimono azul eléctrico, con un suave pelo negro liso que le llegaba hasta media espalda y portando una cuerda de lino de siete metros de largo que colocó ante los pies de María.

-Esta es Mirai, ella es mi pupila, le enseño kinbaku.- dijo el Señor Gaju en un inglés que María entendió, aunque la última palabra se le perdió. La muchacha sonrió e hizo una reverencia al modo tradicional japonés. Entonces se produjo un largo silencio y desde entonces la voz de él se transformó, con órdenes cortas e imperativas. El Señor J., María y Mirai permanecieron en silencio, escuchando.



-Nawa- La chica cojió la cuerda entre sus manos y desenrolló un trozo.

-shibaritai, karada, musubime- iba diciéndole él y ella empezó a poner la cuerda alrededor del cuerpo de María, sin prisas, con unos nudos precisos, simétricos y milimétricamente calculados.

–musubime, musubime- le repetía él y a cada repetición ella hacía un nuevo nudo. La cuerda rodeó todo su tronco, haciendo un dibujo en su espalda y delimitando el pecho por encima y por debajo.

-sakuranbo- Mirai bajó hasta las nalgas, sin unirlas, dejándolas separadas pero bien sujetas.

El proceso le llevó al menos una hora, durante la cual María se dejó hacer sin preocupación alguna, estaba totalmente tranquila sabiendo que el Señor J. estaba allí, confiaba en él. Entonces escuchó un ruido de cadenas cerca de sus oídos, sobre su cabeza. Habían sujetado tres a una argolla del techo de la que no se había ni percatado, unidas a su vez por una cuerda. Tintineaban al chocar entre si y no se escuchaba más que eso y la respiración de Mirai que jadeaba cansada por el trabajo que acababa de hacer. Él Señor Gaju le hizo una señal y la chica se retiró presta. Este se levantó de su asiento y bajó las cadenas hasta la altura de la espalda de María, haciéndole una primera sujeción por debajo de los omoplatos. Bajó más las cadenas y le colocó las otras en las cuerdas que sujetaban las nalgas.



El primer tirón hacia arriba fue como una sacudida para ella, quedó flotando en el aire, se le había levantado la cadera y comenzó a dar vueltas, suspendida. Por un momento sintió miedo, aunque sabía que el Señor J. estaba allí no sabía qué estaba pasando y sobre todo qué podía pasar. Se tensó aún más cuando notó la segunda subida, dejando escapar un gemido de terror de su boca. –Relax- le oyó decir al Señor Gaju, con una voz más suave que la de antes. Ella le obedeció y se relajó, permaneciendo colgada, con la cabeza, los brazos y las piernas por debajo de su torso, que estaba totalmente recto, durante unos quince minutos más o menos.

En ese tiempo notó como los músculos de su cuerpo perdían tensión, empezaba también a perder fuerzas para intentar combatir la gravedad y los nudos del kinbaku comenzaban a clavársele en los músculos. Contrariamente a lo que pensaba no sintió dolor, la presión de los nudos le masajeaba la carne en lugar de dañarle y se sintió a gusto flotando en el vacío. Cuando el Señor Gaju consideró que estaba suficientemente relajada se acercó a ella y comenzó a acariciarle el cuerpo, con unas manos calientes y suaves. María sintió estremecerse de gusto y los vellos del cuerpo se le pusieron de punta al tiempo que la carne se le hacía de gallina.

Entonces le separó un glúteo del otro, buscó el agujero de la vagina y le introdujo un gran consolador. Su cuerpo se tensó súbitamente, para volverse a relajar de nuevo. Ella creyó morir de placer, jamás en su vida había sentido algo así, estaba infinitamente bien, volaba. Él estuvo penetrándole con el aparato una y otra vez. María jadeaba, gemía, gritaba de gusto y lloraba, hasta que un gemido más fuerte que los demás indicaron que había llegado al orgasmo. Él Señor Gaju retiró entonces el consolador de dentro y un hilo de flujo chorreó hasta abajo, goteando contra el tatami.

La dejaron suspendida de ahí y los dos se fueron de la habitación, al rato volvió Mirai, la bajó y le quitó la cuerda. Ambas se sonreían mutuamente sin decirse nada.



LA HERMANDAD



Al regreso de Japón María estaba encantada, le parecía estar viviendo un sueño. Se sentía profundamente compenetrada con el Señor J., cada vez más segura junto a él y estaba llevando una vida que jamás pensó con poder llevar. El recibimiento de sus compañeras fue estupendo. Las echaba realmente de menos y ellas a María. Prontos las tres mujeres volvieron a sus quehaceres habituales y la rutina se instaló en su día a día.

Pasaron los meses, todo parecía diversión y alegría hasta que una noche el Señor J. les anunció que se acercaba la fiesta anual de “La Hermandad”. María sonrió ante la perspectiva de ir a una fiesta, ya pensaba en qué vestido se pondría cuando vio la cara ensombrecida de su compañera.

-¿Qué te pasa? Vamos a una fiesta ¿No te alegras?- le dijo María.

Ella la miró seria y le contestó –Tú no sabes lo que son esas fiestas. Es un arma de doble filo; lo mismo nos toca alguien bueno que alguien más sádico.-

-¿Cómo que nos toca?,¿Qué quieres decir?- Preguntó asombrada María.

-Nena, esas fiestas las celebran una vez al año. Se reúnen al menos veinte Amos o más, venidos de todo el país. Hacen un sorteo, como una especie de intercambio de sumisos, de modo que el Señor J. pasará la noche con los sumisos de otro Señor, pero a su vez nosotras pasaremos la noche con otro Dominante, que no sabemos aún quien será. Te repito que es un arma de doble filo; ya se han dado casos de Amos especialmente crueles que han dejado malheridos a algún sumiso aprovechando que no son suyos.-

-¡Ho!,¡No me lo puedo creer! ¡¿Pero, cómo puede ser así?!- María empezó a preocuparse.

-¡Ay!, porque es gente muy poderosa y no se les puede decir nada. Nosotras estamos completamente en sus manos y es lo que hay. De todos modos no seamos negativas antes de tiempo; lo mismo nos toca un Amo bueno y pasamos una noche divertida. El año pasado fue así, estuvimos con un Ama amiga del Señor y disfrutamos de una buena sesión de sado. Además consuélate pensando que quizás tu Dueño venga esa noche a la fiesta y puedas verlo aunque sea un ratito.-

María se animó ante esa perspectiva. A pesar de que se sentía muy a gusto en casa del Señor J., no conseguía quitarse a su Amo de la cabeza. Estaba realmente enamorada de él y todo lo que estaba haciendo allí era por y para Él y no lo olvidaba ni un segundo. Obediente seguía leyendo noche tras noche su página de La Biblia a la luz de las velas, sobre la alfombra a los pies de la chimenea. Le parecía que aquello no iba a acabar nunca, deseaba que llegara el momento en que pudiera regresar junto a su amado.



A los pocos días el Señor J. hizo que una costurera fuera a tomar medidas de las tres chicas. Les llevó además preciosas telas de seda pura para que eligieran cada una las que más les gustaran. Sin embargo María se sorprendió de que no se hablara nada de los cortes que iban a tener los trajes.

-Son modelos estándar, todas hemos de ir igual- le dijo la mulatita –Se nos distinguirá por los colores y los complementos, pero el traje ya está estipulado cómo será. Ha de ser cómodo para que los Señores puedan manipularnos.-

María cada vez sentía más curiosidad por saber cómo sería la fiesta esa. Se dejaba guiar por sus compañeras con respecto a qué calzado ponerse y las joyas que tendría que lucir. Las cosas que les faltaban fueron a comprarlas a la ciudad una tarde con el Señor J.

-tenemos que estar deslumbrantes esa noche. El Señor J. ha de estar orgulloso de nosotras y por supuesto nuestro comportamiento tiene que ser impecable.- Les recordaba su compañera una y otra vez.



Finalmente la noche de la fiesta llegó. Las mujeres se habían pasado el día entero acicalándose. Una peluquera y una esteticien fueron a la mansión expresamente para arreglarlas: manicura, pedicura, depilación, arreglo de cabellos, maquillaje…A media tarde estaban listas y perfumadas para ponerse los trajes. El Señor J. llegó con ellos, arrastrando una burra en la que estaban colgados. Las tres chicas corrieron a besarle y acto seguido se fueron cada una a por el suyo. María llevaba uno rojo, sobre el que caía su largo pelo negro, la mulatita uno blanco, que brillaba en contraste con su piel morena y su compañera uno azul turquesa, que resaltaba su pelo rubio y sus ojos claros. Los tres vestidos tenían el mismo corte, tal y como ya se había dicho que sería. Eran vaporosos, con una caída elegante. Cuando se quedaban quietas no se veía nada, pero al moverse, unas aberturas en las piernas y en los costados dejaban entrever sus muslos y sus pechos. Estaban pensados para poder meter las manos por esas aberturas y acceder a donde fuera necesario, además eran fáciles de sacar los pechos hacia fuera o dejar al descubierto sexos y nalgas.

Cuando todo estuvo listo los cuatro se metieron en el coche y el chofer les llevó hasta la fiesta. Por el camino estaban todos callados; María sonriente, el Señor J. distraído miraba la prensa desde su móvil y las otras dos muchachas parecían serias, mirando a través de las ventanas. El viaje fue largo, entre carreteras secundarias, duró al menos dos horas. El campo estaba hermoso, verde. Nubes grises cubrían el cielo y la temperatura en el exterior era baja. Se anunciaba tormenta y pronto la noche caería sobre el paisaje.



Al fin llegaron al sitio señalado. Una antigua hacienda agrícola grandísima, con las paredes de piedra y los techos y suelos de madera. Se notaba que había sufrido una fuerte remodelación y todo estaba, a pesar de lo envejecido, cuidado hasta el mínimo detalle, tanto la casa como el jardín.

Entraron en un amplio recibidor donde la que parecía ser la anfitriona saludó con efusividad al Señor J. Un esclavo con grilletes en los tobillos y las muñecas, totalmente desnudo, les recogió los abrigos y se marchó con ellos tras una puerta. La Señora de la casa elogió la belleza de las tres chicas y el Señor J. se infló de orgullo. Después de una breve charla con ella fueron conducidos por el esclavo, que había regresado, hacia el salón donde ya se encontraban casi todos los invitados.

En ese momento los ojos de María se abrieron de par en par, buscando con su mirada a su Amo. Pero no conseguía localizarlo, entre otras cosas porque la oscuridad del lugar no le permitía ver casi nada. Se detuvo en la puerta, observando a su alrededor, hasta que sintió la mano de la mulata que tiraba de ella para que los siguiera. Los cuatro se encaminaron hacia el centro del Salón. Era una estancia enorme, con una gran chimenea al fondo, prácticamente el único foco de iluminación, junto a las altas vidrieras, donde sólo se veía la oscuridad de la noche en el exterior. Habían despejado de muebles el centro y los únicos asientos que había estaban repartidos por la habitación, cerca de las paredes y parecían estar casi todos ya ocupados.



Se dedicó entonces a mirar hacia un lado y otro mientras el Señor J. saludaba a un Amo alto que portaba una fusta y arrastraba a una sumisa con una correa como si fuera una perra, apoyada sobre sus extremidades superiores e inferiores. A medida que sus ojos se adaptaban a la oscuridad comenzó a ver mejor lo que pasaba a su alrededor. Habría unas cincuenta personas o más allí, entre Dominantes y sumisos. La mayoría de las chicas vestían trajes como los de ellas, pero también había algunas totalmente desnudas, que parecían estar sufriendo algún tipo de castigo humillante. Aunque había más cantidad de sumisas que de sumisos, estos parecían estar más apreciados que ellas, más cuidados, quizás por su escasez.

Seguía empeñada en poder ver a su Amo, pero este parecía no estar allí. La mulatita la observaba y al entristecerse su gesto le dijo con tono cariñoso: -No desesperes, aún puede ser que venga.- María le sonrió agradecida y siguió observando a los presentes.

En un lateral pudo ver como tenían a una muchacha desnuda y con las manos encordadas, tumbada sobre una mesita de café. Otra chica le apretaba el cuello contra la superficie, mientras que una Dómina vestida con un body de cuero clavaba con fuerza el tacón de aguja de una de sus botas en su nalga derecha, al tiempo que con una fusta daba toques secos y rápidos cada medio minuto en su nalga izquierda. La chica gritaba y lloraba, pedía clemencia y parecía no querer estar ahí.

Miró hacia su derecha, al fondo de la habitación, en la oscuridad de una esquina sobre la tarima de madera un bulto negro se movió. En ese momento se percató de que era un hombre, totalmente vestido con un traje de latex de pies a cabeza. Unas cremalleras cerraban sus ojos y tan sólo otra cremallera abierta a la altura de su boca dejaba adivinar un poco de su piel. Estaba de rodillas, con las manos atadas a la espalda y parecía esperar. A unos pocos metros una chica con el cuerpo y cabeza vendados parecía un saco blanco. Le habían hecho un arnés con cuerdas y habían atado sus muñecas y sus tobillos juntos, de modo que sus rodillas, pechos y cara descansaban sobre el suelo. Entre ellos dos, sentado sobre un cómodo sillón, el que parecía ser Amo de ambos, vestido totalmente de negro, esperaba, también paciente, fumándose un cigarro y tomando una copa.

En otro lado del gran salón una chica atada a una cruz de San Andrés temblaba de frío. Apoyada sobre ella, pecho contra pecho, una muchacha, con las nalgas al aire, se dejaba lamer su sexo por una tercera agachada entre sus piernas. Junto a ellas un Amo gordinflón daba instrucciones a sus sumisas y sonreía.

Mirara hacia donde mirara caras amables, felices y lascivas parecían darles la bienvenida. El Señor J. saludaba a unos y otros, especialmente a los demás Amos y Amas, mientras las tres jóvenes les seguían orgullosas y altivas por toda la estancia. Al fin habían encontrado un hueco donde colocarse, junto a un ventanal. Él se sentó en uno de los sillones y las tres mujeres se arrodillaron ante él. Pronto una camarera, desnuda y con una mordaza en la boca, se les acercó a tomar nota. El Señor J. pidió una copa de whisky con hielo y las tres jóvenes no tomaron nada por decisión de él.



Un par de copas más tarde todos salieron del salón para dirigirse a una habitación más pequeña, iluminada por unos candelabros llenos de velas que proyectaban sombras en movimiento sobre las paredes de piedra, desfigurando el espacio. Los Señores tomaron asiento en una especie de grada y los sumisos se agruparon al fondo, de pié. Comenzó el sorteo. Una de las camareras portaba dos bolsas negras de las cuales la Señora de la casa iba extrayendo unas especies de bolitas con los logotipos de cada uno de los Dominantes. La primera bolsa representaba precisamente a estos y la segunda a sus sumisos.

A medida que se iban escuchando los nombres se iban saliendo los interesados de la salita. Pronto salió la bolita que representaba a las sumisas del Señor J, unida a la del Amo conocido como MasterAvenged. María estaba expectante, las otras dos chicas se miraron asustadas. El Señor J. dejó escapar de su garganta un “No” que sonó con eco en toda la habitación y su cuerpo se puso en pié como si tuviese un resorte, rígido. Pero una mano lo sujetó tirando de él para abajo. Bajó la mirada hacia su derecha y vio la cara de una Mistress haciéndole un gesto para que desistiera de su actitud, mientras con sus ojos lo miraba compadeciéndole y comprendiendo su preocupación. María pronto se dio cuenta de que algo no andaba bien del todo y quiso salir de allí, pero un murmullo de desaprobación recorrió la sala y se frenó. El Señor J. se sentó de nuevo, con el alma en un puño.



De este modo las tres chicas fueron llevadas hacia los sótanos de la hacienda, donde se habían preparado algunas de las mazmorras, cogidas de la mano, entre sollozos y sin saber qué iba a ser de ellas. Mientras, el sorteo fue terminando y por fin el Señor J. se encaminó junto a un sumiso y una sumisa que le habían tocado hacia la mazmorra que les correspondía, en el piso superior. Los mandó arrodillar frente a él en la habitación y se sentó a sopesar qué hacer con ellos. Pero la incertidumbre sobre el estado de sus sumisas no le dejaba pensar y las horas pasaban sin que hiciera uso de ellos. El chico y la chica, obedientes, esperaban instrucciones y se miraban el uno al otro, preguntándose qué estaría pasando por la mente de aquel Dominante para tenerlos tanto tiempo así, sin hacer nada.

Durante las horas que pasaron se escuchaban gritos provenientes de algunas de las mazmorras, intercalados con risas que venían de otras. Finalmente la sumisa rompió el silencio de aquella habitación: -¿Señor, desea que le sirvamos?- El Señor J. la miró, por primera vez en tantos años de Amo no sabía qué hacer con ellos, se sorprendió a si mismo, pero estaba totalmente bloqueado. Hizo un esfuerzo por concentrarse en ellos. Después de otro silencio por fin les ordenó:

-Si, desnudaros los dos. Quiero ver como follais- Los sumisos hicieron caso y se quitaron la ropa, comenzaron a besarse allí mismo, sobre el suelo y pronto el chico consiguió una erección y se colocó sobre ella, penetrándola. Pasaron unos minutos desde que estaban así cuando le Senor J. les interrumpió:

-Cambiad de postura, ponla como una perra, que es lo que es.- Ellos hicieron caso, la muchacha se puso a cuatro patas mientras que el chico la penetraba desde atrás y ella aguantaba sus envites. Él Señor J. se bajó la cremallera, desabrochó su botón y se bajó los pantalones y los slips hasta media altura. Para ese momento ya había conseguido también tener el miembro completamente duro y sus sumisas eran solo un vago recuerdo. Se acercó a los dos, desde el lateral, se inclinó levemente y comenzó a masturbarse mirando como el sumiso penetraba a la chica una y otra vez.

-No puedo más, me voy a correr- dijo el muchacho al tiempo.

–Adelante- le contestó el Señor J., entre gemidos. El sumiso soltó un fuerte alarido de placer, mientras sujetaba las caderas de la chica, apretándola contra si con fuerza. Al retirar su pene de dentro un chorreón de semen salió mojándole la vulva y pringándolo todo.

–Sepárale los cachetes- le ordenó y el chico obedeció, dejando al descubierto el agujero de su ano. Segundos más tarde, ante esta visión, el Señor J. tuvo su propio orgasmo, seguido de una eyaculación dirigida hacia el agujero mismo, manchando aún más a la muchacha.



Estaba limpiando el sumiso a la chica, por orden del Señor J. y éste se había vuelto a sentar frente a ellos cuando la Señora de la casa irrumpió en la mazmorra.

–Corre, ven rápido, algo ha pasado- dijo sin más preámbulos ni protocolos. Él Señor J. se puso en pié y acudió presto a acompañar a la mujer. Ambos bajaban hacia los sótanos, mientras ella le iba explicando a él:

-Al parecer a MasterAvenged se le ha ido la mano con una de tus chicas.-

-¿Cómo que se le ha ido la mano? ¿Qué quieres decir?- su cara se iba transformando hacia una profunda preocupación mientras iba recomponiéndose la ropa por el camino.

-Descúbrelo por ti mismo. No te puedo decir más.- Le contestó ella casi sin atreverse a comentar nada.

Cuando llegaron a la mazmorra lo que vieron era desolador: manchas de sangre por el suelo, por las paredes, por todas partes. María y su compañera temblaban de miedo, con las ropas echas jirones, los cuerpos llenos de sangre y heridas. Ella en estado de shock, sin poder decir nada, balanceaba su cuerpo y su cabeza de adelante hacia atrás. La otra chica arrinconada contra una esquina, no dejaba de gritar una y otra vez. A los pies de María el cuerpo inerte de la mulata, con una bolsa de plástico en la cabeza y una cuerda alrededor de su cuello, no daba señales de vida. MasterAvenged, también desnudo, sentado sobre una silla observaba el espectáculo con la mirada perdida, sin decir tampoco nada. En sus manos, dejadas caer a ambos lados del tronco, un látigo y un cuchillo ensangrentado, rozaba apenas el suelo con la punta.

El Señor J. se puso lívido, casi sin poder reaccionar cogió a María que pareció salir de su trance, lo miró y se abrazó contra él. Con esfuerzo se pudieron poner en pie para ir a recoger a la otra chica al fondo de la habitación.

-Sonia, María- las llamó y por primera vez escucharon sus nombres de boca del Señor J. –Vamos, salid de aquí.-

Un gran número de Amos y sumisos se empezaban a arremolinar en la puerta de la mazmorra, Sonia se desmayó y el Señor J. la cogió en brazos para sacarla, junto a él María se apretaba a su cuerpo, agarrando los pies de su amiga.



SUSHI GIRLS



El Señor J. se pasó días arreglándolo todo, por un lado los funerales de la mulatita, por otro el asunto de MasterAvenged y finalmente la situación mental de Sonia. Todas las gestiones las hacía acompañado de las dos chicas, sin dejarlas ni a sol ni a sombra, hasta convertirse en una obsesión. María trataba de ser comprensiva y ayudar en lo que podía, llegando sin quererlo a ser como su secretaria personal.

Hubo que llamar a los familiares de la mulatita y así supo María que esta se llamaba Mercedes y era original de Santo Domingo. Se realizó una ceremonia católica y de ese modo también se enteró de que ella era creyente. La familia era extremadamente pobre y no podían costearse el viaje hacia España, así que el Señor J. se las ingenió para que pudieran ver el funeral a través de Internet y costeó los gastos de repatriación de parte de las cenizas. La otra mitad fue enterrada en un rinconcito del jardín y se encargó a un marmolista una pequeña cruz de piedra donde se grabó su nombre, la fecha en que llegó a la casa y el día en que falleció.

Hubo que solucionar también los trámites de la denuncia contra MasterAvenged, de modo que el Señor J. día si y día no tenía que ir a hablar con la policía, sus abogados y la dueña de la hacienda de la fiesta, que se había ofrecido a ayudar en todo lo que hiciera falta. La Hermandad tomó cartas en el asunto, ofreciéndose a cooperar también e iniciando una serie de reuniones de carácter interno para revisar normativas de comportamiento y seguridad. El juicio contra MasterAvenged se preveía que tardaría en llegar. No quedaba otra opción que esperar.

Cuando tenía que salir a hacer algún trámite solo el Señor J. dejaba a las muchachas encerradas en la casa y custodiadas por el esclavo que habían conocido la noche de la fiesta y que había sido amablemente cedido por su Ama para tal fin.



Pero lo más preocupante sin lugar a dudas era el estado de salud física y mental de Sonia. Aunque ambas chicas parecían afectadas en un principio, pronto María pareció sobreponerse, mientras que Sonia cayó en una profunda depresión, acompañada de comportamientos extraños. Lo mismo sonreía, con los ojos perdidos, mirando hacia la nada, que de repente rompía a llorar, sin motivo aparente, o toqueteaba con suavidad todo lo que tuviera a mano, ya fuera un mueble, una tela o sus propios cabellos. Tan pronto era amable como se volvía arisca o gritaba porque sí. Sus temas de conversación y su modo de hablar se volvieron ingenuos, casi infantiles.

Los médicos dijeron que María había adoptado el rol de cuidadora de Sonia y que por ello parecía no estar afectada, pero que todo aquello podía pasarle factura más adelante. También dijeron que no era aconsejable presionarles para que contaran qué había pasado aquella noche en la mazmorra.

Sonia dejó de comer, decía no tener apetito, así que el Señor J. en un principio permitió que comiera lo que deseaba; aunque más tarde, preocupado ante la rápida pérdida de peso de la chica, ordenó al esclavo que controlara lo que comía y le pidió a María que le ayudara en esa tarea.

Pasadas unas semanas comenzó a autolesionarse. Precisamente fue el esclavo quien la sorprendió cortándose con una hoja de bisturí en la planta de los pies. Alarmado por la situación el Señor J. consultó a unos psiquiatras, que aconsejaron su internamiento en un centro. A María se le cayó el alma a los pies al saber la noticia. Aparte del afecto que sentía por ella, cuidar de Sonia se había convertido en su principal tarea y eso la mantenía alejada de malos pensamientos.



Todo esto afectó también al carácter del Señor J. Tras una primera época en la que las obligaciones y todos estos asuntos lo mantuvieron absorto, pasó una segunda temporada en que la tormenta había acabado y se sentía más liberado. Pero no era el de antes. Mantenía su preocupación por el estado de sus chicas, pero su actitud ya no era tanto de Dominante como la de un padre o un amigo. Sus órdenes se relajaron, los castigos físicos desaparecieron y se centró más en la formación intelectual y espiritual de las muchachas, al tiempo que parecía más serio aún que antes.

El internamiento de Sonia fue un mazazo para él. Estuvo triste los días anteriores, intentando hacer un esfuerzo por no parecerlo delante de ellas. El día estipulado acompañó solo a la muchacha, mientras María se quedaba esperando en la casa.

Las horas parecieron eternas hasta que él regresó. La casa estaba en silencio, sin música, televisión ni ruidos del servicio y cayó la noche. María se encargó de que la chimenea de la biblioteca estuviera encendida para cuando llegase y se sentó en el sillón de él a esperar. El Señor J. entró en la casa y se fue directo hacia allí, le hizo un gesto para que le cediera el sitio. Ella obedeció, permitiéndole sentarse, aunque en lugar de eso parecía que se había dejado caer a peso muerto sobre el sillón. En silencio los dos se miraron. Él sentado y ella arrodillada a sus pies como tantas otras noches, pero no era una noche más.

Él desvió sus ojos hacia el fuego y comenzó a llorar sin hacer ruido. Ella acudió a abrazarle, pero él la rechazó con la mano, casi sin tocarla. –Vete, retírate- le dijo. María agachó la cabeza y salió de la biblioteca hacia el dormitorio. Era la primera y última vez que veía al Señor J. llorar. También fue la única en todo el tiempo que duró su estancia allí que durmió sola.



Pasaron los meses, la casa se volvió triste, fría, oscura y desértica. Apenas se escuchaban ruidos provenientes de la cocina o el jardín. Todo permanecía como muerto, en un silencio interrumpido a veces por el sonido de un móvil, que el Señor J. la mayoría de las veces ignoraba. María se sentía impotente de verlo arrastrar sus pies por los pasillos, como alma en pena, pero no sabía qué hacer. Al poco tiempo el esclavo fue devuelto a su Ama, sus servicios ya no eran necesarios. María se sintió más sola aún.

El Señor J. salía con frecuencia a visitar a Sonia en la institución mental y parecía volver desecho de allí. Por deseo expreso de él comenzaron María y él a ir a misa los domingos, sin faltar ni una sola semana. Él además se hizo con un pequeño rosario con el que jugueteaba nervioso entre sus manos constantemente. María no comulgaba mucho con aquello, pero obediente seguía al Señor J. y al menos veía que él parecía estar bien el rato que iban a la iglesia. Aquello no podía ser malo.

Una tarde todo cambió. Se fue a ver a Sonia y a su regreso de la institución alguien le acompañaba en el asiento trasero del coche. María asomada a la ventana intentaba curiosear de quién podía tratarse, cuando al abrirse la puerta del vehículo una cabeza rubia le sorprendió: era Sonia, que regresaba a casa.

Salió corriendo como pudo con sus grilletes puestos en los pies y se lanzó a abrazarla. Estuvieron así unos minutos, hasta que se dio cuenta de que algo andaba mal. Sonia no dejaba de sonreír, parecía estar bien físicamente, pero su mirada vidriosa y sus palabras casi sin sentido le hicieron comprender a María que nunca sería la misma.

En los días siguientes la observó y se dio cuenta de que era como una niña, que había vuelto a su infancia. Dibujaba muñecas con ropas de colores alegres, las recortaba y jugaba con ellas. O bien iba a la cocina a media noche y comenzaba a hacer una tarta que según ella era para sus muñecas. Lo curioso es que sin embargo seguía obedeciendo todas las indicaciones del Señor J., como si se le hubieran quedado grabadas a fuego en su mente.

Él parecía estar encantado y tornó a ser el de antes. Su actitud se volvió más vital, comenzó a dar órdenes y a comportarse como un Amo de nuevo y poco a poco fue dejando de frecuentar la iglesia. Por las noches retomaron sus orgías y los tres parecían felices, aunque también empezó a adoptar unas poses más cariñosas y protectoras con Sonia de la que había tenido nunca.



Al cabo de unas semanas el Señor J. les anunció que se iban los tres a Japón de nuevo, quería visitar al Señor Gaju en Kyushu. María y Sonia se alegraron muchísimo, las experiencias de antes habían sido muy placenteras. El día estipulado las chicas tenían hechas sus maletas, con la ropa pensada desde hacía días y estaban nerviosas y ansiosas por coger el avión. Al igual que en sus viajes anteriores, se instalaron en el mismo hotel, donde una camarera estuvo a disposición de ellas todo el tiempo para prepararlas y ayudarles con los trajes tradicionales. El Señor J. ordenó que bajo los preciosos kimonos de seda no llevaran ningún tipo de ropa interior y cuando estuvieron listas los tres se encaminaron hacia el coche que les llevaría a Shoin Momiji.

El camino era tal y como Maria recordaba, solo que esta vez era verano y un fuerte calor lo inundaba todo, haciéndole sudar dentro de su traje. El Señor J. sentado entre las dos no paraba de acariciarles las piernas, mientras besaba una y otra vez a Sonia. Pronto divisaron la casa, junto al estanque, rodeada de jardines más verdes y hermosos que nunca. El coche paró frente a la puerta y los tres bajaron, sudorosos pero felices. La misma señora mayor que la otra vez les vino a recibir.

Shoin Momiji por dentro era fresca, se estaba realmente bien, parecía que mantuviera la temperatura idónea para poder estar con aquellos trajes allí. Se descalzaron en la entrada y la señora les ofreció unas zapatillas tradicionales para pisar el tatami. Fueron conducidos hacia un saloncito de te, se sentaron de rodillas frente a una mesita baja y pronto apareció el Señor Gaju acompañado de Mirai, que sonrió a las chicas al verlas.

Tomaron el te en la ceremonia típica, servido por Mirai, las muchachas no sabían si hacían lo correcto al coger las tazas y demás, Mirai sonreía por lo bajo cada vez que hacían algo a destiempo, pero no decía nada, el Señor Gaju y el Señor J. las miraban divertidos sin corregirles tampoco. La charla fue muy amena, los Señores entre ellos y las chicas por otro lado. Pronto se fue haciendo de noche, la tarde se les había pasado rápido. Se levantaron todos y se dirigieron hacia fuera, dos coches les esperaban para llevarlos a la ciudad.



El Señor J. les indicó que irían los cinco a un salón de sushi a “hacer la cena”. Las muchachas se miraron extrañadas de que usara esa expresión. Llegaron a un edificio altísimo, en pleno centro de Kyushu y se reunieron todos en las puertas de los ascensores. Subieron hasta la planta superior y quedaron maravilladas al salir de los elevadores y encontrarse con unas hermosas vistas panorámicas de la ciudad. El Señor J. y el Señor Gaju les dejaron observar un poco y luego las llamaron para que los acompañaran. Mirai permanecía en todo momento junto al Señor Gaju, parecía que no era la primera vez que estaba allí.

Entraron en el salón de sushi y en ese momento las chicas comprendieron el porqué de la expresión del Señor J. El salón no era especialmente grande ni tampoco pequeño, bellamente decorado. Habría como unos veinte comensales allí, mayoritariamente hombres, aunque se encontraba alguna mujer también. Se distribuían en pequeños grupos y se sentaban alrededor de largas mesas, donde chicas desnudas y tumbadas eran usadas como base para sostener sushi sobre sus cuerpos. Los hombres formaban algarabía, divertidos, jugando con las chicas a tirarles salsa en los ombligos o a tirar de pezones y clítoris con los palillos de madera. Dos camareras se afanaban entre las mesas reponiendo constantemente las piezas de sushi y limpiando a las chicas.



Una tercera camarera se les acercó y a una orden del Señor Gaju desvistió a las dos muchachas y les puso sendas cintas de raso negras en los ojos. María vio caer al suelo su obi y su kimono como a cámara lenta y ya no pudo ver nada más. Sintió como le ponían sus grilletes en los pies y ataban su muñeca a la de Sonia. Ambas fueron tumbadas en direcciones opuestas en una mesa algo más ancha, rozando sus cuerpos la una contra la otra, con las pieles de gallina y algo avergonzadas de estar allí así. Mirai les habló en su perfecto inglés: -Estaros tranquilas, no os pasará nada, es importante que no os mováis o el sushi caerá. Relajaros, vuestro Señor estará aquí con vosotras en todo momento y yo serviré la comida.-

María intentó relajarse y lo estaba consiguiendo, cuando sintió que al menos dos personas más se les unían a la mesa. El Señor Gaju, Mirai y el Señor J. les dieron la bienvenida, pero los recién llegados no articularon palabra y desde entonces todo fue silencio alrededor. María se tensó, al igual que Sonia, no conseguían escuchar nada allí más que alguna tos y el movimiento de los cuatro al sentarse, coger los palillos y el chocar de la porcelana que movía Mirai, contrastando con el escándalo y las risas que provenían de las otras mesas. La cena comenzó.

Durante el rato que duró Maria creyó notar que sólo dos personas comían de ella, pero no conseguía saber quienes. Al principio el tacto del sushi le hizo contraerse un poco y sentir algo de frío, pero pronto eso fue lo de menos. Los pellizcos en los pezones fue el comienzo, tiraban fuertemente de ellos, como si quisieran arrancárselos. Trataba de contenerse y no moverse, aunque su cuerpo se retraía instintivamente. Al tiempo sentía como el otro comensal jugaba con los dedos de sus pies, ora vertiendo un poco de salsa en uno y chupándoselos, ora poniendo un trozo de comida entre ellos y dándole un bocado al atraparla con la boca.

Así pasó un ratito, hasta que percibió como le hacían señas con los palillos en los labios para que los abriera. Abrió la boca y notó como una mano le inclinaba la cabeza hacia delante y sintió una pieza pequeña de sushi introducirse en su boca.

–Traga- dijo Mirai. El sabor del sushi era exquisito, salado en su justa medida, y mientras estaba distraída saboreándolo, los palillos empezaron a juguetear con su coñito. Notó como separaban los labios con ellos, tirando de un lado y de otro, recorriéndolo. Sintió miedo de que pudiera dolerle si le tiraban del clítoris, pero en lugar de eso un objeto frío y grueso comenzó a introducirse poco a poco hacia dentro en su vagina. Parecían estar metiéndole alguna clase de comida. Entonces percibió como una capa de pelo suave le acariciaba alrededor de la zona púbica, unos labios calientes y una lengua húmeda le rozaban y jugueteaban con su clítoris y al mismo tiempo no dejaban de meterle y sacarle aquello de dentro una y otra vez. Era obvio que era Mirai la que se lo estaba comiendo, se relajó y se dejó hacer. El sushi cayó hacia los lados cuando el orgasmo recorrió su cuerpo y esté se contrajo, moviéndose hacia un lateral. El placer fue intenso y el sushi quedó aplastado bajo su espalda al volver de nuevo a su posición. Oyó a Mirai reír en un tono bajo, como siempre hacía.



Se sentía feliz y relajada y dejó que siguieran jugando con su cuerpo, tranquila. Todo parecía ir bien hasta que la cena acabó. Mirai les lavó a ambas con unas toallas calientes y recogió los restos de comida. Entonces el Señor J. les habló de nuevo indicándoles que no se movieran aún. María se preguntó qué quedaría por hacer, cuando sintió como le levantaban de nuevo la cabeza, esta vez para apartarle el pelo y colocarle un pequeño cojín bajo la nuca.

Entonces sintió como la persona que estaba más cerca de su cabeza se levantaba, se inclinaba sobre ella y empezaba a colocarle algo alrededor del cuello. A Sonia el Señor J. le hacía lo mismo, al tiempo que le besaba la cara y le susurraba algo al oído. Enseguida se dieron cuenta de que eran collares de sumisa, pero las reacciones de ambas chicas fueron muy diversas. Mientras una lágrima silenciosa recorrió la mejilla de Sonia, mojando la cinta de raso, y una sonrisa infantil y sincera dibujaba su rostro, María se asustó mucho ante la perspectiva de lo que aquello significaba: la estaban entregando a un completo desconocido.

Sin darle tiempo siquiera a quitarse la venda su primera reacción fue bajarse de la mesa, pero al estar atada a Sonia tiró de esta, que no se lo esperaba y fue arrastrada. Al poner sus pies sobre el suelo y echarse a andar cayó irremediablemente, dejando a Sonia tumbada sobre la mesa con el brazo estirado. Comprendió su torpeza e intentó ponerse de pie, cuando sintió que la persona que le ponía el collar intentaba ayudarla a reincorporarse. Entonces quiso zafarse de ella, con un gesto brusco. Sintió como la abrazaban fuertemente y le susurraban al oído:

-Me han dicho que has terminado de leer tu Bibia- Era Él, su Amo. Se derrumbó y cayó de nuevo al suelo. Lloraba como una niña.


No hay comentarios:

Publicar un comentario